lunes, 18 de febrero de 2013

Mercancía, identidad(es) y exclusión.


En la actual sociedad capitalista las mercancías se han conformado como elementos constituyentes de una falsa identidad que define y encasilla al consumidor mediante procesos de diseño y programación cultural. Estos procesos separan a los individuos en grupos sociales estereotípicos, los cuales fueron gestados a raíz de la necesidad del mercado de crear grupos meta a los cuales dirigir un producto en específico.
Esta sectorización social deviene en la conformación de comunidades de individuos cerradas, cuya cohesión y eficacia radican en la habilidad de conglomerar un grupo variopinto de personas que se sienten identificadas, de una u otra manera, con la ideología que atraviesa el discurso con el cual han sido imbuidas las mercancías. La lealtad a estas agrupaciones deviene en un rechazo hacia otras comunidades de génesis similares, lo que agrava la problemática de la segregación social.
Mercancía y valor social     
Siguiendo a Appadurai (1991), debe entenderse el concepto de “mercancía” como cualquier cosa de orden material cuya característica preponderante es su disponibilidad como objeto intercambiable, es decir, que pueda ser adquirido a través del intercambio. Este intercambio implica la obtención de lo deseado al pagar con otra cosa material o con su equivalente simbólico.
Antiguo comercial de cigarrillos.
            La equivalencia, ya sea en términos materiales o simbólicos, se ve mediada por el valor de los objetos en intercambio. El valor, a su vez, no es intrínseco al objeto, sino que le es imbuido por los sujetos. Para definir este valor se utilizan parangones que varían desde la escasez real del material con que está hecho el objeto, hasta juicios sentimentales e individuales que tasan la cosa.
            Al ser productos de la cultura, los cánones que rigen los juicios utilizados al tasar los objetos no están exentos de una circunscripción temporo-espacial. Esto quiere decir que lo que en un determinado momento se toma como cierto, bello, bueno o demás calificativos, tan solo responde a los síntomas y a las presiones sociales, históricas y económicas de esa época en concreto.

            Dicho lo anterior, es importante mencionar que para fines de economía y practicidad, cada vez que se haga alusión a “mercancía” debe pensarse únicamente en aquellas que son asequibles a través del intercambio monetario, que no son únicas en su especie y que se encuentran a disposición del público en general. Esta decisión no es gratuita, ya que, como se verá más adelante, la masificación y la disponibilidad son las características primordiales para su penetración como entes programadores de “identidad”.
Identidad e “identidad”
            Maalouf (2001) advierte que la identidad no debe ser entendida como estática en el sentido de que no es algo inmutable y etiquetable. Al contrario, es dinámica y se puede pensar en ella como un crisol conteniendo fluidos que se siguen añadiendo, los cuales se mezclan, se diluyen, se concentran e inclusive se cuajan; sin embargo, al menos una traza de ellos siempre queda presente.
            La identidad es “un producto de todos los elementos que la han configurado mediante una <<dosificación>> singular que nunca es la misma en dos personas” (Maaloouf, 2001, p.10). El autor retoma varias veces esta idea, y lo que quiere constatar es que aunque ciertos individuos compartan lo que él denomina “pertenencias” (por ejemplo nacionalidad, idioma, orientación sexual, aficiones), nunca compartirán la misma configuración en específico, por lo tanto, cada quien es singular.
            A pesar de que “no hay una única pertenencia que se imponga de manera absoluta sobre las demás” (Maaloouf, 2001, p.21), la falsa noción de “identidad” que se configura mediante la consumición de mercancías parte del supuesto de que en realidad sí existe una pertenencia cardinal que permite al individuo decantarse por ella para designar quien es. El autor explica que esta construcción identitaria llevada al límite (extendiéndose más allá del ámbito meramente mercantil) es el causante de ideologías extremistas como el yihadismo o el nacionalsocialismo.
Bien de lujo
La mercancía como conformadora de identidades
Establecidas estas nociones de mercancía y de identidad/“identidad”, es necesaria una extensión del pensamiento de estos autores para explicar mejor el argumento expuesto: la mercancía no solo es depositaria de sus valores adscritos, sino que al transformarse en bien puede impregnar de estos valores a quien la posee, es decir, la mercancía puede moldear la identidad de su dueño. Esta idea queda clara si se piensa en lo que Appadurai (1991) llama virtuosismo semiótico de los bienes de lujo: quien posee un château en Costa Azul no tiene la necesidad de explicitar su estatus socioeconómico, ya que este bien funge como símbolo de tal.
 El ejemplo precedente se da en virtud de su inmediatez y transparencia, sin embargo, esta lógica es extensible a un gran abanico de mercancías. Con respecto al individuo, las prendas son el epítome de lo anterior. De manera (in)consciente, día tras día las personas se visten siendo consecuentes con una estética en particular. Al ser un discurso más, la estética no es inocente, y por medio de ella se desea enviar un mensaje a nuestros interlocutores: soy intelectual, soy hipster, soy metalero, soy esnob, soy hippie y así sucesivamente.

            Al ahondar en la génesis de estas y otras estéticas, es fácil entrever que muchas de ellas surgen ligadas a un manifiesto político, mas la paradoja de la actualidad surge al desligarse el trasfondo ideológico primigenio de la parafernalia material. Con ello, la identidad se ve suplantada por la “identidad” al equipararse el parecer con el ser, mediante la pertenencia inmediata que, supuestamente, brinda la mercancía.
            El peligro que esconde esta adhesión meramente simbólica se halla en la conversión de lo subversivo en lo establecido, al eliminar la característica contestataria inaugural de ciertos movimientos. Sin percatarse de lo que sucede bajo sus ojos, el individuo contemporáneo se ve constreñido a vivir “una forma de ilusión en la medida que deja al criterio de cada uno el elaborar puntos de vista, opiniones en general bastante inducidas pero percibidas como personales” (Augé).

Las grandes transnacionales se han valido de esta equivalencia entre mercancía a identidad para explotar un público meta

Retomando esta idea, la mercancía, con toda su carga ideológica, ofrece al individuo la posibilidad de crearse “libremente” en quien es, o en quien quiere ser. Empero, la “identidad” que ofrece esta mercancía pasa disfrazada de identidad, y esto se reafirma con la concepción actual de que cada quien es libre de escoger la mercancía que mejor exprese su individualidad.
No obstante, el quid pro quo de esta concepción subyace en que la decisión del individuo ya está predeterminada. A este no se le ofrecen las cosas que realmente quiere, sino las cosas que le han enseñado a querer, pues la multiplicidad y vastedad que ofrecen los escaparates de las tiendas no responden a demandas autónomas, sino al deseo impuesto de muchos quienes creen encontrar identidad en una de las “identidades” que se les permite consumir.
El capitalismo y la necesidad del ser
Ahora bien, ¿de qué manera funciona y se sostiene todo este artificio? La respuesta señala directamente al capitalismo. Reduciendo la ideología capitalista a su idea más prístina, se puede concebir como un sistema en el cual el capitalista aporta una suma de dinero para cubrir los costos de manufactura de la mercancía, pone este producto en el mercado y obtiene rédito a costa del valor agregado con que el objeto es infundido.
Un ejemplo prototípico de esto es el imaginar dos objetos manufacturados con la misma materia prima y bajo los mismos procedimientos industriales en la misma fábrica, pero a uno de ellos se le agrega la etiqueta de un diseñador famoso, con lo que su valor social escala drásticamente con respecto a su contraparte sin etiquetar.
Al necesitar de un flujo constante de consumidores que mantengan el sistema, la ideología capitalista ha elucubrado un discurso que promulga y equipara lo más nuevo con lo mejor, y por ende, lo más deseado. Esto deviene en que el individuo se sienta siempre incompleto y trate de subsanar sus carencias con la adquisición de más cosas que le llenen. Sobra decir que este estado de plenitud es inalcanzable dada la constante emergencia de “mejores” mercancías.
Ser una mejor mercancía es una valoración esgrimida a la luz de lo que no se es pero podría serse, claro está, siempre bajo el supuesto de un trastoque hacia el progreso y el avance. Bauman (2005) señala que lo anterior responde a que “La forma de ser moderna estriba en el cambio compulsivo y obsesivo: en la refutación de lo que <<es meramente>> en nombre de lo que podría, y por lo mismo, debería ocupar su lugar” (p.38). 
Las mercancías se publicitan como mejores, más rápidas, con mayor velocidad y más utilidades.
 
Al igual que los bienes obsoletos “se tiran con rapidez porque empiezan a atraer otros objetos de deseo nuevos y mejorados” (Bauman, 2005, p.14), aquellos individuos que están rezagados en su incapacidad para reinventarse mediante mercancías, debido a su condición socioeconómica o su “ignorancia”, se hallan de repente como inadmisibles e indeseados en la sociedad. En su condición más extrema, esta falta de recursos conduce a la muerte en sentido estricto, sin embargo, en la actualidad la muerte sociocultural del sujeto acaece por el hecho no estar a la moda.
Conclusión
 Las mercancías son objetos materiales que adquieren su valor a través de juicios tasadores emitidos por los sujetos, y son capaces de extender estos valores a quienes las poseen. Al ser una herramienta clave de la ideología capitalista, el discurso en torno a la mercancía se ha configurado de manera que no son vistas como accesorios sino como necesidades.
La necesidad por la mercancía se crea apelando a un sentido de pertenencia. La pertenencia a un grupo macro (consumidor) prevalece por encima de todo para ser considerado un individuo inserto en la sociedad actual; sin embargo, al individuo se le confiere una falsa sensación de libertad que le da la ilusión de poder definirse como único mediante la escogencia de las mercancías que desee, o cree desear, y que a su vez lo encasillan en un grupo micro, estereotipado y socialmente establecido.
Estas micro-colectividades fungen como biombos que dan al individuo una sensación de identidad que no es sino una “identidad” forjada mediante la homologación de la apariencia con la esencia. Lo que antes acarreaba el “ser” ha sido desprendido de toda peligrosidad contestataria mediante adhesiones que no trascienden lo simbólico visual. Aunado a esto, las disposiciones de qué y cuando se puede “ser” determinado personaje están estrictamente censuradas y vigiladas por la sociedad.
El qué y cuando se puede ser determinado individuo son fuertemente vigilados por la sociedad

Todos aquellos individuos que por distintas razones (principalmente económicas) no son capaces o no desean acceder a aquellas mercancías que lo ratifican como consumidores, ergo seres sociales, se ven estigmatizados y rechazados por la sociedad, y pasan a convertirse en “borrones en el paisaje por lo demás elegante y sereno. Seres fallidos, de cuya ausencia o destrucción la forma diseñada sólo podría resultar beneficiada, tornándose más uniforme, más armoniosa, más segura y, en suma, más en paz consigo misma” (Bauman, 2005, p.46).    

Referencias bibliográficas

Appadurai, A. (1991). La vida social de las cosas. México, D.F.: Grijalbo.
Augé, M. (s.f.). Sobremodernidad. Del mundo de hoy al mundo de mañana.
Bauman, Z. (2005). Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias. Barcelona: Paidós.
Maaloouf, A. (2001). Identidades asesinas. Madrid: Alianza.

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